Mauro Viale y Marcelo Araujo, dando vergüenza ajena desde siempre.
LOS RELATORES DEL PUEBLO DEL MUNDIAL 1978: MARCELO ARAUJO Y MAURO VIALE
DOS RELATORES DEL MUNDIAL 1978 QUE GANAMOS EN NUESTRA CASA...
En 1978 los periodistas Marcelo Araujo y Mauro Viale escribieron un artículo para una revista militar de la época. Ponemos a disposición este artículo, de escasa circulación en ámbitos futbolísticos.
La revista “Argentina ante el mundo para la defensa de la soberanía” fue, en palabras de su director, el coronel Hugo Guillermo Jörgensen, una publicación bilingüe puesta al servicio de los delicados intereses argentinos en cuestiones de jurisdicción y espacios nacionales, como al de todos los aspectos que hacen a la unidad e integridad del Estado. Siempre en palabras de su director, procura abordar el tratamiento de tales áreas, siempre conflictivas, mediante un honesto aporte descriptivo y de análisis técnico.
En el número de septiembre-octubre de 1978 esta revista publicó un artículo intitulado “Un campeonato jugado por todo un país”. Sus autores son Marcelo Araujo y Mauro Viale. El mismo intenta dar cuenta ante argentinos y extranjeros (la publicación era bilingüe) del éxito organizativo que habría sido la Copa del Mundo Argentina ’78. También trata de explicar cómo la sociedad argentina de 1978, gobernada por un régimen criminal e ilegítimo, habría logrado superar “divisiones internas”. A continuación transcribimos el texto completo de dicho artículo (las imágenes y las negritas no pertenecen al original).
Un campeonato jugado por todo un país
por Marcelo Araujo y Mauro Viale
Septiempre 1978
Fue el milagro argentino. Nadie discute que el país ganó el Campeonato Mundial de Fútbol de 1978 antes de que se diera el puntapié inicial. Su organización lograda contra todos los presagios, sorprendió al mundo. Kelso F. Sutton, publisher de Sports Illustrated, la revista deportiva más leída de los Estados Unidos (tirada semanal: 2.250.000 ejemplares) narró en el número del 3 de julio pasado las primeras impresiones de su editor asociado Clive Gammon, quien cubrió en Buenos Aires los avatares del Mundial:
“Cuatro años antes, en Munich, Alemania (durante el Campeonato Mundial de Fútbol), le dijeron (en el centro de prensa) con malintencionado desprecio que Estados Unidos no era un país futbolístico y que no habría lugar para Sports Illustrated en la oficina de prensa. Diez días duró la lucha para que la decisión fuera revertida. Por eso se quedó asombrado en el Centro de Prensa de Buenos Aires cuando obtuvo su credencial para el partido final dentro de los cinco minutos de solicitada, siéndole entregada por una sonriente señorita que hablaba perfectamente el inglés”.
Este es solo un ejemplo. Los periodistas argentinos que tuvimos que convivir con nuestros colegas extranjeros durante esos días pudimos comprobar como, en los más honestos de ellos -afortunadamente la mayoría-, se disolvían los prejuicios que traían de sus países merced a la insidiosa propaganda motorizada por las organizaciones subversivas y los ingenuos de siempre.
Hay que reconocerlo: la Argentina tenía muy mala imagen en Europa y Estados Unidos. Quienes vinieron del hemisferio norte estaban preparados para ver luchas callejeras, oír de terribles campos de concentración. Una anécdota caracterizó esa posición: en vísperas de la iniciación del Campeonato, un grupo de periodistas fue invitado a visitar las modernas instalaciones del estadio de River Plate. Entre ellos un francés; en su nota cantó loas a las comodidades, los tableros electrónicos y a la organización.
Pero terminó el artículo apuntando que “desde lejos se oían los disparos que intercambiaban fuerzas policiales con un grupo subversivo”. Si el periodista francés lo hubiera preguntado en lugar de dejarse llevar por su imaginación se hubiera enterado que tales disparos provenían de los polígonos de tiro del Tiro Federal.
Esos días previos marcaron el nadir. En Europa se veían afiches con símbolos del Campeonato rodeados de alambradas de púas. Incluso cuando algunos medios europeos, especialmente en Francia y Alemania comentaron el maravilloso espectáculo gimnástico protagonizado el 1 de junio, en el estadio Monumental, por miles de jóvenes argentinos lo calificaron como una mera expresión de “un régimen militarizado”. Eso fue el colmo de la mala fe, o por lo menos el mejor ejemplo que puede brindar una mentalidad cargada de prejuicios.
A todo ésto, la publicidad negativa había llevado a varios gobiernos -especialmente al alemán, que todavía recuerda la masacre practicada por un comando palestino durante los juegos Olímpicos celebrados en Munich, y el francés, en cuyo territorio se encuentra una usina de propaganda antiargentina- a disponerse a enviar a sus equipos de fútbol guardados por agentes especiales. Una intención prontamente rechazada por el gobierno argentino, suficientemente capacitado para asegurar el normal desarrollo del campeonato.
DESPUÉS DEL 1 DE JUNIO
Pero, decíamos, el primer día del Mundial fue también el comienzo del cambio. Los periodistas comenzaron a ver en las calles a un pueblo entusiasmado, sin divisiones ni odios, que solo hacían bromas a los equipos adversarios, sin que tales bromas impidieran manifestaciones de respeto y afecto.
Es cierto en la mayor parte de los casos, los equipos extranjeros fueron recibidos por los mejores embajadores: los representantes de las colectividades de argentinos de origen español, italiano, francés, escocés, árabe, austríaco, alemán, etc. Argentinos que vieron la oportunidad de acercarse a los connacionales de sus padres o abuelos para mostrarle la realidad de su país y hacerles más grata su estadía.
Es cierto también que los argentinos todos vivieron por primera vez en décadas la oportunidad de salir a la calle bajo una sola bandera. Después de cuatro o cinco años de sufrir una guerra sucia, la guerra desatada por la subversión, surgió la ocasión de expresar entusiasmo. El mundo entero pudo ver en millones de televisores como todo el pueblo mostraba su mentalidad ganadora, viviendo entre continuas explosiones de júbilo que crecían noche tras noche en todas las ciudades de la República.
UN SELECCIONADO, UN PAÍS
“No sé si ustedes se dieron cuenta, pero yo tenía mucha bronca cuando terminó el partido contra Brasil, me fui muy decepcionado de la cancha. Y ayer todavía me duraba la mufa; por eso no quise reunirlos hasta que estuviera tranquilo. A mí me defraudan los equipos cuando no intentan hacer lo que saben y los jugadores no demuestran las razones por las que el técnico los convocó. No les puedo perdonar ni soporto que traicionen las convicciones en las que todos estuvimos de acuerdo el primer día.
Y ustedes saben que esto no es un argumento nuevo; cualquier jugador de Huracán les puede decir si es cierto o no que una vez, en el entretiempo, dije que me iba de la cancha si seguían jugando así, y en ese momento ganábamos 2 a 0… A mí no me importa el resultado. Todo hubiera sido igual si el partido contra Brasil terminaba a favor nuestro. Lo que me preocupa es que no jueguen con alegría, que no respeten su vocación. Por eso quiero repasar a cada caso y volver a empezar”.
Estas palabras las pronunció César Luis Menotti a la Selección Nacional después del partido jugado con Brasil, “el peor partido de la Argentina”. En su libro Cómo ganamos la Copa del Mundo, el técnico apunta: “El equipo estaba mal parado en la cancha, sin movilidad, sin sorpresa ni siquiera toque de primera… Había exceso de individualismo, cada uno quería resolver por cuenta propia”.
Todas estas palabras de Menotti referidas a un momento y a un partido del Mundial podrían aplicarse a un momento de la Argentina. Individualismo, falta de responsabilidad personal, escepticismo, “jugar sin alegría” -es decir, trabajar, estudiar, investigar, enseñar, vivir en fin, sin el mínimo goce necesario para que la vida merezca el nombre de tal- eran defectos que se notaban hasta hace pocos meses en el comportamiento de los argentinos.
¿Las causas? El mal del siglo: esa mezcla de constante ansiedad, ese correr constante detrás del peso (o el dólar, el franco, el marco, el yen) para pagar la cuota de la casa o la heladera. Esa preocupación constante por ganar el día en un ambiente constatemente bombardeado por los estímulos de la televisión y la publicidad. Por cierto que éste no es un defecto argentino, es un fenómeno mundial. Se da en todas las ciudades del mundo. En Buenos Aires, ese individualismo se sintetiza en el clásico “no te metás”, en Nueva York, en el “Don’t be involved”.
En la Argentina, ese mal del siglo fue potencializado hasta extremos exasperantes por un clima de violencia, de inseguridad física, suscitado por el terrorismo. Este también es un fenómeno mundial, pero en nuestro país llegó a un límite extremo: “Este descanso de los disturbios que angustiaron a la Argentina por más de cuatro años permite explicar la explosión de júbilo, creciendo en intensidad noche tras noche, que hizo de cada ciudad argentina una loca abstracción de color, luz y ruido durante las pasadas tres semanas”, apuntó Kelso F. Sutton.
Es parcialmente cierto. En rigor, la tranquilidad estuvo volviendo lentamente antes del Mundial. Actualmente, los argentinos vivimos una calma maculada por las resonancias de escasos pero siempre dolorosos atentados, generalmente efectuados con bombas instaladas por manos anónimas. El últio y uno de los que repercutieron más penosamente en el ánimo de la opinión pública: el que costó la vida a tres personas en la calle Virrey Melo, en Barrio Norte, entre ellas la de Paula Lambruschini, de 15 años, hija del jefe del Estado Mayor de la Armada.
De todos modos, esta calma expectante que vive la Argentina es anterior al Mundial. Muy probablemente sin ella no podría haber habido Campeonato. Pero fue durante su transcurso cuando casi mágicamente despertó en la conciencia colectiva esa necesidad de expresarse, de mostrar su unidad bajo la bandera nacional. De mostrarse patriota, en fin. También fue una manifestación de victoria. No sólo de victoria deportiva frente a los holandeses, peruanos o húngaros -ésto era lo menos importante- sino de victoria contra la muerte, la inseguridad, el odio. Los argentinos tenemos fama de orgullosos. Quizás sea cierto, pero en los festejos del Mundial mostramos por primera vez en mucho tiempo que estamos orgullosos de ser argentinos.
Y fue una muestra de orgullo absolutamente positiva. “Casi milagrosamente no hubo violencia”, observó un periodista italiano. No fue un milagro; simplemente no hubo violencia porque no se gritó contra nadie. Ya lo dijimos; a lo sumo se gastaron bromas a los rivales ocasionales: “El que no salta es un holandés”, por ejemplo.
Incidentalmente, cuando el lunes siguiente a la finalización del campeonato, nutridos grupos de estudiantes pasaron frente al Banco Holandés Unido, en la calle Florida, no faltaron quienes quiesieron hacer saltar a un elegante y grave señor que salía de esa institución: “Lo siento -respondió el hombre- no puedo saltar porque efectivamente soy holandés”. Nadie sabe que podría haber ocurrido en otras latitudes ante tal respuesta. Aquí lo aplaudieron.
Un par de semanas antes, después del partido en que Italia venció a la selección argentina, un grupo de “hinchas” del vencedor que habían venido de la Península y se dirigían hacia el omnibus que los transportaría al hotel fueron aplaudidos por un importante sector de los espectadores argentinos.
Sin duda, como pasó en Alemania, como pasa en todos los países que cuentan con equipos de primer nivel, el público argentino ayudó con su apoyo a su equipo. Ese apoyo moral -y consecuentemente, la falta de apoyo que inversamente sufrieron sus rivales- seguramente influyó en los triunfos de la Selección Nacional. Y también en ese sentido el Campeonato Mundial fue un triunfo de todos los argentinos.
¿Qué más vieron los extranjeros, los periodistas, que aprovecharon el Campeonato para conocer a este país, el más austral del mundo? Sin duda, un país pujante, que busca su destino bajo el sol. Algunos aspectos se pueden apreciar en las notas de esta revista. Pero lo más importante puede sintetizarse en esta frase: un pueblo con vocación de ganador.
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